La oración

Capítulo 13

Hombres y Mujeres de Oracion

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Enoc

Al comulgar así con Dios, Enoc llegó a reflejar más y más la imagen divina. Su rostro irradiaba una santa luz, la luz que brilla en el rostro de Jesús. Al terminar estos períodos de comunión divina, hasta los impíos contemplaban con reverente temor el sello que el cielo habla puesto sobre su rostro.

Su fe se volvía más fuerte, su amor más ardiente, con el trans curso de los siglos. Para él la oración era como el aliento del alma. Vivía en la atmósfera del cielo.—Obreros Evangélicos, 53.

Afligido por la maldad creciente de los impíos, y temiendo que la infidelidad de esos hombres pudiese aminorar su veneración hacia Dios, Enoc eludía el asociarse continuamente con ellos, y pasaba mucho tiempo en la soledad, dedicándose a la meditación y a la oración. Así esperaba ante el Señor, buscando un conocimiento más claro de su voluntad a fin de cumplirla. Para él la oración era el aliento del alma. Vivía en la misma atmósfera del cielo.—Historia de los Patriarcas y Profetas, 72, 73.

Enoc caminó con Dios en oración

Yo quisiera imprimir sobre cada obrero en la causa de Dios la gran necesidad de orar continua y fervientemente. No pueden estar constantemente de rodillas, pero pueden elevar su corazón a Dios. Esta es la manera en que Enoc caminó con Dios.—The Review and Herald, 10 de noviembre de 1885.

Mientras atendemos a nuestros quehaceres diarios, deberíamos elevar el alma al cielo en oración. Estas peticiones silenciosas suben como incienso ante el trono de gracia y los esfuerzos del enemigo quedan frustrados. El cristiano cuyo corazón se apoya así en Dios, no puede ser vencido. No hay malas artes que puedan destruir su paz. Todas las promesas de la Palabra de Dios, todo el poder de la gracia divina, todos los recursos de Jehová están puestos a contribución para asegurar su libramiento. Así fue como anduvo Enoc con Dios. Y Dios estaba con él, sirviéndole de fuerte auxilio en todo momento de necesidad.—Mensajes para los Jóvenes, 247.

Enoc se convirtió en el predicador de la justicia e hizo saber al pueblo lo que Dios le había revelado. Los que temían al Señor buscaban a este hombre santo, para compartir su instrucción y sus oraciones.—Historia de los Patriarcas y Profetas, 73.

Cuanto mayores eran sus labores, más fervientes eran sus oraciones

En medio de una vida de activa labor, Enoc mantenía fielmente su comunión con Dios. Cuanto más intensas y urgentes eran sus labores, tanto más constantes y fervorosas eran sus oraciones. Seguía apartándose, durante ciertos lapsos, de todo trato humano. Después de permanecer algún tiempo entre la gente, trabajando para beneficiarla mediante la instrucción y el ejemplo, se retiraba con el fin de estar solo, para satisfacer su sed y hambre de aquella divina sabiduría que solo Dios puede dar.—Historia de los Patriarcas y Profetas, 74.

Abraham

La vida de Abraham, el amigo de Dios, fue una vida de oración. Dondequiera que levantase su tienda, construía un altar sobre el cual ofrecía sacrificios, mañana y noche. Cuando él se iba, el altar permanecía. Y al pasar cerca de dicho altar el nómada cananeo, sabía quién había posado allí. Después de haber levantado también su tienda, reparaba el altar y adoraba al Dios vivo.

Así es como el hogar cristiano debe ser: una luz en el mundo. De él, mañana y noche, la oración debe elevarse hacia Dios como el humo del incienso. En recompensa, la misericordia y las bendiciones divinas descenderán como el rocío matutino sobre los que las imploran.

Padres y madres, cada mañana y cada noche juntad a vuestros hijos alrededor vuestro, y elevad vuestros corazones a Dios en humildes súplicas. Vuestros amados están expuestos a la tentación. Hay dificultades cotidianas sembradas en el camino de los jóvenes y de sus mayores. Los que quieran vivir con paciencia, amor y gozo deben orar. Será únicamente obteniendo la ayuda de Dios como podremos obtener la victoria sobre nosotros mismos.

Cada mañana consagraos a Dios con vuestros hijos. No contéis con los meses ni los años; no os pertenecen. Solo el día presente es vuestro. Durante sus horas, trabajad por el Maestro, como si fuese vuestro último día en la tierra. Presentad todos vuestros planes a Dios, a fin de que él os ayude a ejecutarlos o abandonarlos según lo indique su Providencia. Aceptad los planes de Dios en lugar de los vuestros, aun cuando esta aceptación exija que renunciéis a proyectos por largo tiempo acariciados. Así, vuestra vida será siempre más y más amoldada conforme al ejemplo divino, y “la paz de Dios, que sobrepuja todo entendimiento, guardará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús”. Filipenses 4:7.—Testimonios para la Iglesia 7:46.

Abraham oraba con fe a pesar de las circunstancias

Abraham no podía explicar la dirección de la Providencia; sus esperanzas no se habían cumplido; pero mantuvo su confianza en la promesa: “Y bendecirte he, y engrandeceré tu nombre, y serás bendición”. Génesis 12:2. Con oraciones fervientes consideró la manera de preservar la vida de su pueblo y de su ganado, pero no permitió que las circunstancias perturbaran su fe en la palabra de Dios.—Conflicto y Valor, 45.

Dos de los mensajeros celestiales se marcharon dejando a Abraham solo con Aquel a quien reconocía ahora como el Hijo de Dios. Y el hombre de fe intercedió en favor de los habitantes de Sodoma. Una vez los había salvado mediante su espada, ahora trató de salvarlos por medio de la oración. Lot y su familia habitaban aún allí; y el amor desinteresado que movió a Abraham a rescatarlo de los elamitas, trató ahora de salvarlo de la tempestad del juicio divino, si era la voluntad de Dios.

Con profunda reverencia y humildad rogó: “He aquí ahora que he comenzado a hablar a mi Señor, aunque soy polvo y ceniza”. En su súplica no había confianza en sí mismo, ni jactancia de su propia justicia. No pidió un favor basado en su obediencia, o en los sacrificios que había hecho en cumplimiento de la voluntad de Dios. Siendo él mismo pecador, intercedió en favor de los pecadores. Semejante espíritu deben tener todos los que se acercan a Dios. Abraham manifestó la confianza de un niño que suplica a un padre a quien ama. Se aproximó al mensajero celestial, y fervientemente le hizo su petición...

El amor hacia las almas a punto de perecer inspiraba las oraciones de Abraham. Aunque detestaba los pecados de aquella ciudad corrompida, deseaba que los pecadores pudieran salvarse. Su profundo interés por Sodoma demuestra la ansiedad que debemos experimentar por los impíos. Debemos sentir odio hacia el pecado, y compasión y amor hacia el pecador.—Historia de los Patriarcas y Profetas, 134, 135.

Jacob

Jacob prevaleció, porque fue perseverante y decidido. Su experiencia atestigua el poder de la oración insistente. Este es el tiempo en que debemos aprender la lección de la oración que prevalece y de la fe inquebrantable. Las mayores victorias de la iglesia de Cristo o del cristiano no son las que se ganan mediante el talento o la educación, la riqueza o el favor de los hombres. Son las victorias que se alcanzan en la cámara de audiencia con Dios, cuando la fe fervorosa y agonizante se ase del poderoso brazo de la omnipotencia.

Los que no estén dispuestos a dejar todo pecado ni a buscar seriamente la bendición de Dios, no la alcanzarán. Pero todos los que se afirmen en las promesas de Dios como lo hizo Jacob, y sean tan vehementes y constantes como lo fue él, alcanzarán el éxito que él alcanzó.—Historia de los Patriarcas y Profetas, 201, 202.

Moisés

Hablad menos; se pierde mucho tiempo precioso en conversación que no produce luz. Únanse los hermanos en ayuno y oración por la sabiduría que Dios ha prometido dar liberalmente. Dad a conocer a Dios vuestras dificultades. Decidle como Moisés: “No puedo conducir a este pueblo a menos que tu presencia vaya conmigo”. Luego pedid aun más; orad con Moisés: “Ruégote que me muestres tu gloria”. Éxodo 33:18. ¿Qué es esta gloria? El carácter de Dios. Así lo proclamó el Señor a Moisés.—Obreros Evangélicos, 431.

Moisés intercedió por Israel

El pacto de Dios con su pueblo había sido anulado, y él declaró a Moisés: “Ahora pues, déjame que se encienda mi furor en ellos, y los consuma: y a ti yo te pondré sobre gran gente”.

El pueblo de Israel, especialmente la “multitud mixta”, estaba siempre dispuesto a rebelarse contra Dios. También murmuraban contra Moisés y le afligían con su incredulidad y testarudez, por lo cual iba a ser una obra laboriosa y aflictiva conducirlos hasta la tierra prometida. Sus pecados ya les habían hecho perder el favor de Dios, y la justicia exigía su destrucción. El Señor, por lo tanto, dispuso destruirlos, y hacer de Moisés una nación poderosa.

“Ahora pues, déjame que se encienda mi furor en ellos, y los consuma”, había dicho el Señor. Si Dios se había propuesto destruir a Israel, ¿quién podía interceder por ellos? ¡Cuántos hubieran abandonado a los pecadores a su suerte! ¡Cuántos hubieran cambiado de buena gana el trabajo, la carga y el sacrificio, compensados con ingratitud y murmuración, por una posición más cómoda y honorable, cuando era Dios mismo el que ofrecía cambiar la situación!

Pero Moisés vio una base de esperanza donde solo aparecían motivos de desaliento e ira. Las palabras de Dios: “Ahora pues, déjame”, las entendió, no como una prohibición, sino como un aliciente a interceder; entendió que nada excepto sus oraciones podía salvar a Israel, y que si él lo pedía, Dios perdonaría a su pueblo...

Mientras Moisés intercedía por Israel, perdió su timidez, movido por el profundo interés y amor que sentía hacia aquellos en cuyo favor él había hecho tanto como instrumento en las manos de Dios. El Señor escuchó sus súplicas, y otorgó lo que pedía tan desinteresadamente. Examinó a su siervo; probó su fidelidad y su amor hacia aquel pueblo ingrato, inclinado a errar, y Moisés soportó noblemente la prueba. Su interés por Israel no provenía de motivos egoístas. Apreciaba la prosperidad del pueblo escogido de Dios más que su honor personal, más que el privilegio de llegar a ser el padre de una nación poderosa. Dios se sintió complacido por la fidelidad de Moisés, por su sencillez de corazón y su integridad; y le dio, como a un fiel pastor, la gran misión de conducir a Israel a la tierra prometida.—Historia de los Patriarcas y Profetas, 328-330.

Moisés conocía bien la perversidad y ceguera de los que habían sido confiados a su cuidado; conocía las dificultades con las cuales tendría que tropezar. Pero había aprendido que para persuadir al pueblo, debía recibir ayuda de Dios. Pidió una revelación más clara de la voluntad divina, y una garantía de su presencia: “Mira, tú me dices a mí: Saca este pueblo: y tú no me has declarado a quién has de enviar conmigo: sin embargo tú dices: Yo te he conocido por tu nombre, y has hallado también gracia en mis ojos. Ahora, pues, si he hallado gracia en tus ojos, ruégote que me muestres ahora tu camino, para que te conozca, porque halle gracia en tus ojos: y mira que tu pueblo es aquesta gente”.

La contestación fue: “Mi rostro irá contigo, y te haré descansar”. Pero Moisés no estaba satisfecho todavía. Pesaba sobre su alma el conocimiento de los terribles resultados que se producirían si Dios dejara a Israel librado al endurecimiento y la impenitencia. No podía soportar que sus intereses se separasen de los de sus hermanos, y pidió que el favor de Dios fuese devuelto a su pueblo, y que la prueba de su presencia continuase dirigiendo su camino: “Si tu rostro no ha de ir conmigo, no nos saques de aquí. ¿Y en qué se conocerá aquí que he hallado gracia en tus ojos, yo y tu pueblo, sino en andar tú con nosotros, y que yo y tu pueblo seamos apartados de todos los pueblos que están sobre la faz de la tierra?”

La contestación fue esta: “También haré esto que has dicho, por cuanto has hallado gracia en mis ojos, y te he conocido por tu nombre”. El profeta aun no dejó de suplicar. Todas sus oraciones habían sido oídas, pero tenía fervientes deseos de obtener aun mayores pruebas del favor de Dios. Entonces hizo una petición que ningún ser humano había hecho antes: “Ruégote que me muestres tu gloria”.

Dios no le reprendió por su súplica ni la consideró presuntuosa, sino que, al contrario, dijo bondadosamente: “Yo haré pasar todo mi bien delante de tu rostro”. Ningún hombre puede, en su naturaleza mortal, contemplar descubierta la gloria de Dios y vivir; pero a Moisés se le aseguró que presenciaría toda la gloria divina que pudiera soportar. Nuevamente se le ordenó subir a la cima del monte; entonces la mano que hizo el mundo, aquella mano “que arranca, los montes con su furor, y no conocen quién los trastornó” (Job 9:5), tomó a este ser hecho de polvo, a ese hombre de fe poderosa, y lo puso en la hendidura de una roca, mientras la gloria de Dios y toda su bondad pasaban delante de él.

Esta experiencia, y sobre todo la promesa de que la divina presencia le ayudaría, fueron para Moisés una garantía de éxito para la obra que tenía delante, y la consideró como de mucho más valor que toda la sabiduría de Egipto, o que todas sus proezas como estadista o jefe militar. No hay poder terrenal, ni habilidad ni ilustración que pueda sustituir la presencia permanente de Dios.—Historia de los Patriarcas y Profetas, 338, 339.

Debido al estrés, la oración de Moisés se volvió casi una queja

El corazón de Moisés desfalleció. Había suplicado que Israel no fuese destruido, aun cuando esa destrucción habría permitido que su propia posteridad se convirtiese en una gran nación. En su amor por los hijos de Israel, había pedido que su propio nombre fuese borrado del libro de la vida antes de que se los dejara perecer. Lo había arriesgado todo por ellos, y esta era su respuesta. Le achacaban todas las tribulaciones que pasaban, aun los sufrimientos imaginarios, y sus murmuraciones inicuas hacían doblemente pesada la carga de cuidado y responsabilidad bajo la cual vacilaba. En su angustia llegó hasta sentirse tentado a desconfiar de Dios. Su oración fue casi una queja: “¿Por qué has hecho mal a tu siervo? ¿Y por qué no he hallado gracia en tus ojos, que has puesto la carga de todo este pueblo sobre mí?... ¿De dónde tengo yo carne para dar a todo este pueblo? porque lloran a mí, diciendo: Danos carne que comamos. No puedo yo solo soportar a todo este pueblo que me es pesado en demasía”.

El Señor oyó su oración, y le ordenó convocar a setenta hombres de entre los ancianos de Israel, hombres no solo entrados en años, sino que poseyeran dignidad, sano juicio y experiencia. “Y tráelos—dijo—a la puerta del tabernáculo del testimonio, y esperen allí contigo. Y yo descenderé y hablaré allí contigo; y tomaré del espíritu que está en ti, y pondré en ellos y llevarán contigo la carga del pueblo, y no la llevarás tú solo”.—Historia de los Patriarcas y Profetas, 398.

Moisés ruega misericordia para Israel

Moisés se levantó entonces y entró en el tabernáculo. El Señor le declaró acerca del pueblo: “Yo le heriré de mortandad, y lo destruiré, y a ti te pondré sobre gente grande y más fuerte que ellos”. Pero nuevamente Moisés intercedió por su pueblo. No podía consentir en que fuese destruido, y que él, en cambio, se convirtiese en una nación más poderosa. Apelando a la misericordia de Dios, dijo: “Ahora, pues, yo te ruego que sea magnificada la fortaleza del Señor, como lo hablaste, diciendo: Jehová, tardo de ira y grande en misericordia, que perdona la iniquidad y la rebelión, ... perdona ahora la iniquidad de este pueblo según la grandeza de tu misericordia, y como has perdonado a este pueblo desde Egipto hasta aquí”.

El Señor prometió no destruir inmediatamente a los israelitas; pero a causa de la incredulidad y cobardía de ellos, no podía manifestar su poder para subyugar a sus enemigos. Por consiguiente, en su misericordia, les ordenó que como única conducta segura, regresaran al Mar Rojo.—Historia de los Patriarcas y Profetas, 411, 412.

Mientras el pueblo miraba a aquel anciano, que tan pronto le sería quitado, recordó con nuevo y profundo aprecio su ternura paternal, sus sabios consejos y sus labores incansables. ¡Cuán a menudo, cuando sus pecados habían merecido los justos castigos de Dios, las oraciones de Moisés habían prevalecido para salvarlos! La tristeza que sentían era intensificada por el remordimiento. Recordaban con amargura que su propia iniquidad había inducido a Moisés al pecado por el cual tenía que morir.—Historia de los Patriarcas y Profetas, 503.

La última oración de Moisés contestada en el monte de la transfiguración

Nunca, hasta que se ejemplificaron en el sacrificio de Cristo, se manifestaron la justicia y el amor de Dios más señaladamente que en sus relaciones con Moisés. Dios le vedó la entrada a Canaán para enseñar una lección que nunca debía olvidarse; a saber, que él exige una obediencia estricta y que los hombres deben cuidar de no atribuirse la gloria que pertenece á su Creador. No podía conceder a Moisés lo que pidiera al rogar que le dejara participar en la herencia de Israel; pero no olvidó ni abandonó a su siervo. El Dios del cielo comprendía los sufrimientos que Moisés había soportado; había observado todos los actos de su fiel servicio a través de los largos años de conflicto y prueba. En la cumbre de Pisga, Dios llamó a Moisés a una herencia infinitamente más gloriosa que la Canaán terrenal.

En el monte de la transfiguración, Moisés estuvo presente con Elías, quien había sido trasladado. Fueron enviados como portadores de la luz y la gloria del Padre para su Hijo. Y así se cumplió por fin la oración que elevara Moisés tantos siglos antes. Estaba en el “buen monte,” dentro de la heredad de su pueblo, testificando en favor de Aquel en quien se concentraban todas las promesas de Israel. Tal es la última escena revelada al ojo mortal con referencia a la historia de aquel hombre tan altamente honrado por el cielo.—Historia de los Patriarcas y Profetas, 512.

Ana

De Silo, Ana regresó quedamente a su hogar en Ramatha, dejando al niño Samuel para que, bajo la instrucción del sumo sacerdote, se le educase en el servicio de la casa de Dios. Desde que el niño diera sus primeras muestras de inteligencia, la madre le había enseñado a amar y reverenciar a Dios, y a considerarse a sí mismo como del Señor. Por medio de todos los objetos familiares que le rodeaban, ella había tratado de dirigir sus pensamientos hacia el Creador. Cuando se separó de su hijo no cesó la solicitud de la madre fiel por el niño. Era el tema de las oraciones diarias de ella. Todos los años le hacía con sus propias manos un manto para su servicio; y cuando subía a Silo a adorar con su marido, entregaba al niño ese recordatorio de su amor. Mientras la madre tejía cada una de las fibras de la pequeña prenda rogaba a Dios que su hijo fuese puro, noble, y leal. No pedía para él grandeza terrenal, sino que solicitaba fervorosamente que pudiese alcanzar la grandeza que el cielo aprecia, que honrara a Dios y beneficiara a sus conciudadanos.

¡Cuán grande fue la recompensa de Ana! ¡Y cuánto alienta a ser fiel el ejemplo de ella! A toda madre se le confían oportunidades de valor inestimable e intereses infinitamente valiosos. El humilde conjunto de deberes que las mujeres han llegado a considerar como una tarea tediosa debiera ser mirado como una obra noble y grandiosa. La madre tiene el privilegio de beneficiar al mundo por su influencia, y al hacerlo impartirá gozo a su propio corazón. A través de luces y sombras, puede trazar sendas rectas para los pies de sus hijos, que los llevarán a las gloriosas alturas celestiales. Pero solo cuando ella procura seguir en su propia vida el camino de las enseñanzas de Cristo, puede la madre tener la esperanza de formar el carácter de sus niños de acuerdo con el modelo divino. El mundo rebosa de influencias corruptoras. Las modas y las costumbres ejercen sobre los jóvenes una influencia poderosa. Si la madre no cumple su deber de instruir, guiar y refrenar a sus hijos, estos aceptarán naturalmente lo malo y se apartarán de lo bueno. Acudan todas las madres a menudo a su Salvador con la oración: “¿Qué orden se tendrá con el niño, y qué ha de hacer?” Cumpla ella las instrucciones que Dios dio en su Palabra, y se le dará sabiduría a medida que la necesite.—Historia de los Patriarcas y Profetas, 617, 618.

Ana, una mujer de oración

Ana no reprochó a su esposo por el error de su segundo matrimonio. Llevó la pena que no podía compartir con un amigo terrenal a su Padre celestial, y buscó consuelo únicamente en Aquel que había dicho “llama, y yo responderé”. Hay un poder extraordinario en la oración. Nuestro gran adversario constantemente busca apartar al alma atribulada de Dios. Una apelación al cielo de parte del santo más humilde le causa más pavor a Satanás que los decretos de los gobiernos o los mandatos de los reyes.

La oración de Ana no fue escuchada por oídos humanos, pero llegó al oído del Dios de los ejércitos. Fervientemente le rogó a Dios que le quitara su afrenta, y le otorgara el don más apreciado por las mujeres de su edad, la bendición de la maternidad. Mientras luchaba en oración, su voz no se escuchaba, pero sus labios se movían y su rostro evidenciaba una profunda emoción. Y ahora le esperaba una prueba mayor a la humilde suplicante. Cuando la mirada del sumo sacerdote, Elí, se posó sobre ella, decidió que estaba ebria. Las orgías de los banqueteos casi habían suplantado a la verdadera piedad en el pueblo de Israel. Aun entre las mujeres había frecuentes ejemplos de intemperancia, y por esto Elí resolvió recurrir a lo que consideraba un reproche merecido. “¿Hasta cuándo estarás ebria? Digiere tu vino”. 1 Samuel 1:14.

Ana había estado en comunión con Dios. Creía que su oración había sido escuchada, y la paz de Cristo llenaba su corazón. Poseía una naturaleza gentil y sensible, pero no se rindió a la pena ni a la indignación ante la injusta acusación de hallarse ebria en la casa de Dios. Con la reverencia debida al ungido del Señor, calmadamente repelió la acusación y declaró la causa de su emoción. “No, señor mío; yo soy una mujer atribulada de espíritu; no he bebido vino ni sidra, sino que he derramado mi alma delante de Jehová. No tengas a tu sierva por una mujer impía; porque por la magnitud de mis congojas y de mi aflicción he hablado hasta ahora”. Convencido de que su regaño había sido injusto, Elí respondió: “Ve en paz, y el Dios de Israel te otorgue la petición que le has hecho”.

En su oración, Ana había hecho un voto que si su pedido le era concedido, dedicaría su hijo al servicio de Dios. Ella dio a conocer este voto a su esposo, y él lo confirmó con un acto solemne de adoración antes de dejar Silo.

La oración de Ana fue contestada, y ella recibió el don por el cual había rogado tan fervientemente. Cuando consideró la respuesta divina a su pedido, llamó a su hijo Samuel, “demandado de Dios”.— The Signs of the Times, 27 de octubre de 1881.

Elías

Entre las montañas de Galaad, al oriente del Jordán, moraba en los días de Acab un hombre de fe y oración cuyo ministerio intrépido estaba destinado a detener la rápida extensión de la apostasía en Israel. Alejado de toda ciudad de renombre y sin ocupar un puesto elevado en la vida, Elías el tisbita inició sin embargo su misión confiando en el propósito que Dios tenía de preparar el camino delante de él y darle abundante éxito. La palabra de fe y de poder estaba en sus labios, y consagraba toda su vida a la obra de reforma. La suya era la voz de quien clama en el desierto para reprender el pecado y rechazar la marea del mal. Y aunque se presentó al pueblo para reprender el pecado, su mensaje ofrecía el bálsamo de Galaad a las almas enfermas de pecado que deseaban ser sanadas.

Mientras Elías veía a Israel hundirse cada vez más en la idolatría, su alma se angustiaba y se despertó su indignación. Dios había hecho grandes cosas para su pueblo. Lo había libertado de la esclavitud y le había dado “las tierras de las gentes... para que guardasen sus estatutos, y observasen sus leyes”. Salmos 105:44, 45. Pero los designios benéficos de Jehová habían quedado casi olvidados. La incredulidad iba separando rápidamente a la nación escogida de la Fuente de su fortaleza. Mientras consideraba esta apostasía desde su retiro en las montañas, Elías se sentía abrumado de pesar. Con angustia en el alma rogaba a Dios que detuviese en su impía carrera al pueblo una vez favorecido, que le enviase castigos si era necesario, para inducirlo a ver lo que realmente significaba su separación del cielo. Anhelaba verlo inducido al arrepentimiento antes de llegar en su mal proceder al punto de provocar tanto al Señor que lo destruyese por completo.

La oración de Elías fue contestada. Las súplicas, reprensiones y amonestaciones que habían sido repetidas a menudo no habían inducido a Israel a arrepentirse. Había llegado el momento en que Dios debía hablarle por medio de los castigos. Por cuanto los adoradores de Baal aseveraban que los tesoros del cielo, el rocío y la lluvia, no provenían de Jehová, sino de las fuerzas que regían la naturaleza, y que la tierra era enriquecida y hecha abundantemente fructífera mediante la energía creadora del sol, la maldición de Dios iba a descansar gravosamente sobre la tierra contaminada. Se iba a demostrar a las tribus apóstatas de Israel cuán insensato era confiar en el poder de Baal para obtener bendiciones temporales. Hasta que dichas tribus se volviesen a Dios arrepentidas y le reconociesen como fuente de toda bendición, no descendería rocío ni lluvia sobre la tierra.—La Historia de Profetas y Reyes, 87, 88.

Elías ora para sacar a su pueblo de la idolatría

El temor de Dios escaseaba cada vez más en Israel. Los signos blasfemos de su idolatría ciega se veían entre el Israel de Dios. No había ninguno que se atreviera a exponer su vida al colocarse abiertamente en oposición a la idolatría blasfema que imperaba. Los altares de Baal y los sacerdotes de Baal que sacrificaban al sol, la luna y las estrellas se veían por todas partes. Habían consagrado templos y arboledas, donde se adoraban obras de hechura humana. Los beneficios que Dios le dio a su pueblo no despertó en ellos la gratitud hacia el Dador. Ellos le atribuían al favor de sus dioses todos los dones del cielo, los manantiales, las corrientes de agua viva, el suave rocío y las lluvias que refrescaban la tierra y causaban que sus campos produjeran frutos abundantes.

La fiel alma de Elías se contristaba. Se despertó su indignación y sintió celos por la gloria de Dios. Vio que Israel se había hundido en temible apostasía. Estaba abrumado con asombro y pena por la apostasía del pueblo cuando trajo a la memoria las grandes cosas que Dios había hecho por ellos. Pero todo esto había sido olvidado por la mayoría. Fue ante la presencia de Dios, y con el alma conmovida y angustiada, le rogó que salvase a su pueblo si este tenía que ser castigado. Le rogó que privase a su pueblo desagradecido del rocío y la lluvia, los tesoros del cielo, de manera que el Israel apóstata acudiera a sus ídolos de oro, madera y piedra, al sol, la luna y las estrellas, en busca de rocío y lluvia, y al no obtener resultados, se tornasen arrepentidos hacia Dios.—The Review and Herald, 16 de septiembre de 1873.

La victoria de Elías gracias a la oración

Durante los largos años de sequía y hambre, Elías rogó fervientemente que el corazón de Israel se tornase de la idolatría a la obediencia a Dios. Pacientemente aguardaba el profeta mientras que la mano del Señor apremiaba gravosamente la tierra castigada. Mientras veía multiplicarse por todos lados las manifestaciones de sufrimiento y escasez, su corazón se agobiaba de pena y suspiraba por el poder de provocar una presta reforma. Pero Dios mismo estaba cumpliendo su plan, y todo lo que su siervo podía hacer era seguir orando con fe y aguardar el momento de una acción decidida.—La Historia de Profetas y Reyes, 97.

Debemos orar mucho en secreto. Cristo es la vid, y nosotros los sarmientos. Y si queremos crecer y fructificar, debemos absorber continuamente savia y nutrición de la viviente Vid, porque separados de ella no tenemos fuerza.

Pregunté al ángel por qué no había más fe y poder en Israel. Me respondió: “Soltáis demasiado pronto el brazo del Señor. Asediad el trono con peticiones, y persistid en ellas con firme fe. Las promesas son seguras. Creed que vais a recibir lo que pidáis y lo recibiréis”. Se me presentó entonces el caso de Elías, quien estaba sujeto a las mismas pasiones que nosotros y oraba fervorosamente. Su fe soportó la prueba. Siete veces oró al Señor y por fin vió la nubecilla. Vi que habíamos dudado de las promesas seguras y ofendido al Salvador con nuestra falta de fe. El ángel dijo: “Cíñete la armadura, y sobre todo, toma el escudo de la fe que guardará tu corazón, tu misma vida, de los dardos de fuego que lancen los malvados”. Si el enemigo logra que los abatidos aparten sus ojos de Jesús, se miren a sí mismos y fijen sus pensamientos en su indignidad en vez de fijarlos en los méritos, el amor y la compasión de Jesús, los despojará del escudo de la fe, logrará su objeto, y ellos quedarán expuestos a violentas tentaciones. Por lo tanto, los débiles han de volver los ojos hacia Jesús y creer en él. Entonces ejercitarán la fe.—Primeros Escritos, 73.

Los mensajeros de Dios deben pasar mucho tiempo con él, si quieren tener éxito en su obra. Se cuenta lo siguiente acerca de una anciana del Lancashire que estaba escuchando las razones que sus vecinas daban para explicar el éxito de su pastor. Hablaban de sus dones, de su modo de hablar, de sus modales. Pero ella dijo: “No; yo les voy a decir en qué consiste todo. Vuestro pastor pasa mucho tiempo con el Todopoderoso”.

Cuando los hombres sean tan consagrados como Elías y posean la fe que él tenía, Dios se revelará como entonces. Cuando los hombres eleven súplicas al Señor como Jacob, se volverán a ver los resultados que se vieron entonces. Vendrá poder de Dios en respuesta a la oración de fe.—Obreros Evangélicos, 268, 269.

La espectacular respuesta a la oración de Elías en el Monte Carmelo

Recordando al pueblo la larga apostasía que había despertado la ira de Jehová, Elías lo invitó a humillar su corazón y a retornar al Dios de sus padres, a fin de que pudiese borrarse la maldición que descansaba sobre la tierra. Luego, postrándose reverentemente delante del Dios invisible, elevó las manos hacia el cielo y pronunció una sencilla oración. Desde temprano por la mañana hasta el atar decer, los sacerdotes de Baal habían lanzado gritos y espumarajos mientras daban saltos; pero mientras Elías oraba, no repercutieron gritos sobre las alturas del Carmelo. Oró como quien sabía que Jehová estaba allí, presenciando la escena y escuchando sus súplicas. Los profetas de Baal habían orado desenfrenada e incoherentemente. Elías rogó con sencillez y fervor a Dios que manifestase su superioridad sobre Baal, a fin de que Israel fuese inducido a regresar hacia él.

Dijo el profeta en su súplica: “Jehová, Dios de Abraham, de Isaac, y de Israel, sea hoy manifiesto que tú eres Dios en Israel, y que yo soy tu siervo, y que por mandato tuyo he hecho todas estas cosas. Respóndeme, Jehová, respóndeme; para que conozca este pueblo que tú, oh Jehová, eres el Dios, y que tú volviste atrás el corazón de ellos”. 1 Reyes 18:36, 37.

Sobre todos los presentes pesaba un silencio opresivo en su solemnidad. Los sacerdotes de Baal temblaban de terror. Conscientes de su culpabilidad, veían llegar una presta retribución.

Apenas acabó Elías su oración, bajaron del cielo sobre el altar llamas de fuego, como brillantes relámpagos, y consumieron el sacrificio, evaporaron el agua de la trinchera y devoraron hasta las piedras del altar. El resplandor del fuego iluminó la montaña y deslumbró a la multitud. En los valles que se extendían más abajo, donde muchos observaban, suspensos de ansiedad, los movimientos de los que estaban en la altura, se vio claramente el descenso del fuego, y todos se quedaron asombrados por lo que veían. Era algo semejante a la columna de fuego que al lado del Mar Rojo separó a los hijos de Israel de la hueste egipcia.—La Historia de Profetas y Reyes, 112.

Las oraciones de Elías reclamando por fe las promesas de Dios

Una vez muertos los profetas de Baal, quedaba preparado el camino para realizar una poderosa reforma espiritual entre las diez tribus del reino septentrional. Elías había presentado al pueblo su apostasía; lo había invitado a humillar su corazón y a volverse al Señor. Los juicios del cielo habían sido ejecutados; el pueblo había confesado sus pecados y había reconocido al Dios de sus padres como el Dios viviente, y ahora iba a retirarse la maldición del cielo y se renovarían las bendiciones temporales de la vida. La tierra iba a ser refrigerada por la lluvia. Elías dijo a Acab: “Sube, come y bebe; porque una grande lluvia suena”. Luego el profeta se fue a la cumbre del monte para orar.

El que Elías pudiese invitar confiadamente a Acab a que se preparase para la lluvia no se debía a que hubiese evidencias externas de que estaba por llover. El profeta no veía nubes en los cielos; ni oía truenos. Expresó simplemente las palabras que el Espíritu del Señor lo movía a decir en respuesta a su propia fe poderosa. Durante todo el día, había cumplido sin vacilar la voluntad de Dios, y había revelado su confianza implícita en las profecías de la palabra de Dios; y ahora, habiendo hecho todo lo que estaba a su alcance, sabía que el cielo otorgaría libremente las bendiciones predichas. El mismo Dios que había mandado la sequía había prometido abundancia de lluvia como recompensa del proceder correcto; y ahora Elías aguardaba que se derramase la lluvia prometida. En actitud humilde, “su rostro entre las rodillas,” suplicó a Dios en favor del penitente Israel. Vez tras vez, Elías mandó a su siervo a un lugar que dominaba el Mediterráneo, para saber si había alguna señal visible de que Dios había oído su oración. Cada vez volvió el siervo con la contestación: “No hay nada”. El profeta no se impacientó ni perdió la fe, sino que continuó intercediendo con fervor. Seis veces el siervo volvió diciendo que no había señal de lluvia en los cielos que parecían de bronce. Sin desanimarse, Elías lo envió nuevamente; y esta vez el siervo regresó con la noticia: “Yo veo una pequeña nube como la palma de la mano de un hombre, que sube de la mar”.

Esto bastaba. Elías no aguardó que los cielos se ennegreciesen. En esa pequeña nube, vio por fe una lluvia abundante y de acuerdo a esa fe obró: mandó a su siervo que fuese prestamente a Acab con el mensaje: “Unce y desciende, porque la lluvia no te ataje”.

Por el hecho de que Elías era hombre de mucha fe, Dios pudo usarle en esta grave crisis de la historia de Israel. Mientras oraba, su fe se aferraba a las promesas del cielo; y perseveró en su oración hasta que sus peticiones fueron contestadas. No aguardó hasta tener la plena evidencia de que Dios le había oído, sino que estaba dispuesto a aventurarlo todo al notar la menor señal del favor divino. Y sin embargo, lo que él pudo hacer bajo la dirección de Dios, todos pueden hacerlo en su esfera de actividad mientras sirven a Dios; porque acerca de ese profeta de las montañas de Galaad está escrito: “Elías era hombre sujeto a semejantes pasiones que nosotros, y rogó con oración que no lloviese, y no llovió sobre la tierra en tres años y seis meses”. Santiago 5:17.

Una fe tal es lo que se necesita en el mundo hoy, una fe que se aferre a las promesas de la palabra de Dios, y se niegue a renunciar a ellas antes que el cielo oiga. Una fe tal nos relaciona estrechamente con el cielo, y nos imparte fuerza para luchar con las potestades de las tinieblas. Por la fe los hijos de Dios “ganaron reinos, obraron justicia, alcanzaron promesas, taparon las bocas de leones, apagaron fuegos impetuosos, evitaron filo de cuchillo, convalecieron de enfermedades, fueron hechos fuertes en batallas, trastornaron campos de extraños”. Hebreos 11:33, 34. Y por la fe hemos de llegar hoy a las alturas del propósito que Dios tiene para nosotros. “Si puedes creer, al que cree todo es posible”. Marcos 9:23.

La fe es un elemento esencial de la oración que prevalece. “Porque es menester que el que a Dios se allega, crea que le hay, y que es galardonador de los que le buscan”. “Si demandáremos alguna cosa conforme a su voluntad, él nos oye. Y si sabemos que él nos oye en cualquier cosa que demandáremos, sabemos que tenemos las peticiones que le hubiéremos demandado”. Hebreos 11:6; 1 Juan 5:14, 15. Con la fe perseverante de Jacob, con la persistencia inflexible de Elías, podemos presentar nuestras peticiones al Padre, solicitando todo lo que ha prometido. El honor de su trono está empeñado en el cumplimiento de su palabra.—La Historia de Profetas y Reyes, 114-116.

Elías perseveró en oración hasta que vino la respuesta

Se nos presentan importantes lecciones en la experiencia de Elías. Cuando en el monte Carmelo pidió lluvia en oración, su fe fue puesta a prueba, pero perseveró haciendo conocer su pedido a Dios. Seis veces oró fervientemente, y sin embargo no hubo señal de que su petición fuera concedida; pero con fe vigorosa insistió en su petición ante el trono de la gracia. Si a la sexta vez hubiera desistido a causa del desánimo, no habría sido contestada su oración; pero perseveró hasta que recibió la respuesta. Tenemos un Dios cuyo oído no está cerrado a nuestras peticiones, y si ponemos a prueba su palabra recompensará nuestra fe. Quiere que todos nuestros intereses estén entretejidos con sus intereses, y entonces puede bendecirnos con seguridad, porque no nos atribuiremos la gloria cuando la bendición sea nuestra sino que daremos toda la alabanza a Dios. Dios no siempre responde nuestras oraciones la primera vez que lo invocamos. Si así lo hiciera, daríamos por sentado que tenemos derecho a todas las bendiciones y favores que nos concede. En vez de escudriñar nuestro corazón para ver si albergamos algún mal, si hay algún pecado fomentado, nos volveríamos descuidados y dejaríamos de comprender nuestra dependencia de Dios y nuestra necesidad de su ayuda.

Elías se humilló hasta el punto de que no iba a atribuirse la gloria. Esta es la condición para que el Señor oiga la oración, pues entonces le daremos a él la alabanza. La costumbre de alabar a los hombres da como resultado grandes males. Se alaban mutuamente, y así los hombres son inducidos a creer que les pertenecen la gloria y la honra. Cuando exaltáis al hombre, colocáis una trampa para su alma y hacéis exactamente lo que Satanás quiere que hagáis. Debéis alabar a Dios con todo vuestro corazón, vuestra alma, capacidad, mente y energía, pues solo Dios es digno de ser glorificado.—Comentario Bíblico Adventista 2:1028, 1029.

El siervo vigiló mientras oraba Elías. Seis veces volvió de su puesto de observación diciendo: “No hay nada, no hay una nube, no hay señal de lluvia”. Pero el profeta no se entregó al desánimo. Prosiguió repasando su vida para ver dónde había fallado en honrar a Dios; confesó sus pecados, y así continuó afligiendo su alma delante de Dios mientras vigilaba para ver si había una señal de que su oración había sido contestada. Mientras escudriñaba su corazón se sentía cada vez más pequeño, tanto en su propia estimación como a la vista de Dios. Le parecía que no era nada, y que Dios era todo; y cuando llegó al punto de renunciar al yo, entre tanto que se aferraba del Salvador como su única fortaleza y justicia, vino la respuesta.— Comentario Bíblico Adventista 2:1029.

David

Dios quiso que la historia de la caída de David sirviera como una advertencia de que aun aquellos a quienes él ha bendecido y favorecido grandemente no han de sentirse seguros ni tampoco descuidar el velar y orar. Así ha resultado para los que con humildad han procurado aprender lo que Dios quiso enseñar con esa lección. De generación en generación, miles han sido así inducidos a darse cuenta de su propio peligro frente al poder tentador del enemigo común. La caída de David, hombre que fue grandemente honrado por el Señor, despertó en ellos la desconfianza de sí mismos. Comprendieron que solo Dios podía guardarlos por su poder mediante la fe. Sabiendo que en él estaba la fortaleza y la seguridad, temieron dar el primer paso en tierra de Satanás.—Historia de los Patriarcas y Profetas, 783, 784.

El señor respondió a la oración de David en solicitud de perdón

Una de las más fervientes oraciones registradas en la Palabra de Dios es la de David cuando suplicó: “Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio”. La respuesta de Dios frente a una oración tal es: Te daré un corazón nuevo. Esta es una obra que ningún hombre finito puede hacer. Los hombres y mujeres deben comenzar por el principio: buscar a Dios con sumo fervor en procura de una verdadera experiencia cristiana. Deben sentir el poder creador del Espíritu Santo. Deben recibir el nuevo corazón, es decir tienen que mantenerlo dócil y tierno por la gracia del cielo. Debe limpiarse el alma del espíritu egoísta. Deben trabajar fervientemente y con humildad de corazón, acudiendo cada uno a Jesús en busca de conducción y valor. Entonces el edificio, debidamente ensamblado, crecerá hasta ser un templo santo en el Señor.—Comentario Bíblico Adventista 4:1186.

Salomón

En el principio de su reinado, Salomón oró así: “Jehová Dios mío, tú has puesto a mí tu siervo por rey en lugar de David mi padre: y yo soy mozo pequeño, que no sé cómo entrar ni salir”. 1 Reyes 3:7.

Salomón había sucedido a David su padre en el trono de Israel. Dios le honró muchísimo, y sabemos que Salomón llegó a ser más tarde el mayor, el más rico y el más sabio de los reyes que se hayan sentado sobre un trono terrenal. En el principio de su reinado, por influencia del Espíritu Santo, Salomón comprendió la solemnidad de sus responsabilidades, y aunque rico en talentos y capacidades, admitió que sin el auxilio divino era tan incapaz frente a su tarea como un mozo pequeño. Jamás fue Salomón más rico o más sabio o más grande que cuando hizo a Dios esta confesión: “Yo soy mozo pequeño, que no sé cómo entrar ni salir”...

“Y agradó delante de Jehová que Salomón pidiese esto. Y díjole Dios: Porque has demandado esto, y no pediste para ti muchos días, ni pediste para ti riquezas, ni pediste la vida de tus enemigos, mas demandaste para ti inteligencia para oír juicio; he aquí lo he hecho conforme a tus palabras: he aquí que te he dado corazón sabio y entendido, tanto que no haya habido antes de ti otro como tú, ni después de ti se levantará otro como tú. Y aun también te he dado las cosas que no pediste, riquezas y gloria: tal, que entre los reyes ninguno haya como tú en todos tus días. Ahora, he aquí las condiciones: “Y si anduvieras en mis caminos, guardando mis estatutos y mis mandamientos, como anduvo David tu padre, yo alargaré tus días...

Todos los que ocupan puestos de responsabilidad necesitan aprender la lección encerrada en la humilde oración de Salomón. Deben recordar siempre que un cargo no cambia el carácter del que lo desempeña ni le hace infalible. Cuánto más alto esté colocado un hombre, tanto mayores serán sus responsabilidades y más vasta su influencia; tanto más necesitará comprender lo mucho que depende de la fuerza y sabiduría divinas y lo mucho que necesita cultivar un carácter santo y perfecto.—Joyas de los Testimonios 3:428, 429.

¡Cómo es que, en el caso de Salomón, un carácter naturalmente osado, firme y resuelto, se torna débil y vacilante, y se sacude como una caña en el viento ante el poder del tentador! ¡Cómo es que un viejo y torcido cedro del Líbano, un robusto roble de Basán, puede doblarse ante las ráfagas de la tentación! He aquí una lección para todos los que desean salvar sus almas, la de velar continuamente en oración. He aquí una advertencia a mantener la gracia de Cristo siempre en el corazón, a batallar con las corrupciones internas y las tentaciones de afuera.—Manuscript Releases 21:383.

Ezequías

El mensaje enviado por el rey fue este: “Este día es día de angustia, y de reprensión, y de blasfemia... Quizás oirá Jehová tu Dios todas las palabras de Rabsaces, al cual el rey de los Asirios su señor ha enviado para injuriar al Dios vivo, y a vituperar con palabras, las cuales Jehová tu Dios ha oído: por tanto, eleva oración por las reliquias que aun se hallan”. Vers. 3, 4.

“Mas el rey Ezequías, y el profeta Isaías hijo de Amós, oraron por esto, y clamaron al cielo”. 2 Crónicas 32:20.

Dios contestó las oraciones de sus siervos. A Isaías se le comunicó este mensaje para Ezequías: “Así ha dicho Jehová: No temas por las palabras que has oído, con las cuales me han blasfemado los siervos del rey de Asiria. He aquí pondré yo en él un espíritu, y oirá rumor, y volveráse a su tierra: y yo haré que en su tierra caiga a cuchillo”. 2 Reyes 19:6, 7.—La Historia de Profetas y Reyes, 263.

Ezequías oraba de acuerdo con la voluntad Dios

Cuando el rey de Judá recibió la carta desafiante, la llevó al templo, y extendiéndola “delante de Jehová” (vers. 14), oró con fe enérgica pidiendo ayuda al cielo para que las naciones de la tierra supiesen que todavía vivía y reinaba el Dios de los hebreos. Estaba en juego el honor de Jehová; y solo él podía librarlos.

Ezequías intercedió: “Jehová Dios de Israel, que habitas entre los querubines, tú solo eres Dios de todos los reinos de la tierra; tú hiciste el cielo y la tierra. Inclina, oh Jehová, tu oído, y oye; abre, oh Jehová, tus ojos, y mira: y oye las palabras de Senaquerib, que ha enviado a blasfemar al Dios viviente. Es verdad, oh Jehová, que los reyes de Asiria han destruido las gentes y sus tierras; y que pusieron en el fuego a sus dioses, por cuanto ellos no eran dioses, sino obra de manos de hombres, madera o piedra, y así los destruyeron. Ahora pues, oh Jehová Dios nuestro, sálvanos, te suplico, de su mano, para que sepan todos los reinos de la tierra que tú solo, Jehová, eres Dios”. 2 Reyes 19:15-19...

La súplica de Ezequías en favor de Judá y del honor de su Gobernante supremo, armonizaba con el propósito de Dios. Salomón, en la oración que elevó al dedicar el templo había rogado al Señor que sostuviese la causa “de su pueblo Israel, cada cosa en su tiempo; a fin de que todos los pueblos de la tierra sepan que Jehová es Dios, y que no hay otro”. 1 Reyes 8:59, 60. Y el Señor iba a manifestar especialmente su favor cuando, en tiempos de guerra o de opresión por algún ejército, los príncipes de Israel entrasen en la casa de oración para rogar que se los librase. 1 Reyes 8:33, 34. No se dejó a Ezequías sin esperanza. Isaías le mandó palabra diciendo: “Así ha dicho Jehová, Dios de Israel: Lo que me rogaste acerca de Senaquerib rey de Asiria, he oído”.—La Historia de Profetas y Reyes, 264, 265.

Ezequías sanado en respuesta a la oración

Desde los días de David, no había gobernado un rey que hubiere hecho esfuerzos tan extraordinarios para edificar el reino de Dios en un tiempo de apostasía y desánimo como Ezequías. El gobernante moribundo había servido fielmente a Dios, y había hecho mucho para fortalecer la confianza del pueblo en Jehová como su gobernante supremo. Y al igual que David, ahora podía decir: “Llegue mi oración a tu presencia; inclina tu oído a mi clamor. Porque mi alma está hastiada de males, y mi vida cercana al Seol”. “Porque tú, oh Señor Jehová, eres mi esperanza, seguridad mía desde mi juventud. En ti he sido sustentado desde el vientre... Cuando mi fuerza se acabare, no me desampares... Oh Dios, no te alejes de mí; Dios mío, acude pronto en mi socorro... no me desampares, hasta que anuncie tu poder a la posteridad, y tu potencia a todos los que han de venir”. Salmos 88:2, 3; 71:5-18.

Aquel cuyas misericordias nunca decaen (ver Lamentaciones 3:22), escuchó la oración de su siervo. “Antes que Isaías saliese hasta la mitad del patio, vino palabra de Jehová a Isaías, diciendo: Vuelve, y di a Ezequías, príncipe de mi pueblo: Así dice Jehová, el Dios de David tu padre: Yo he oído tu oración, y he visto tus lágrimas; he aquí que yo te sano; al tercer día subirás a la casa de Jehová. Y añadiré a tus días quince años, y te libraré a ti y a esta ciudad de mano del rey de Asiria; y ampararé esta ciudad por amor a mí mismo, y por amor a David mi siervo”. 2 Reyes 20:4-6.—The Review and Herald, 6 de mayo de 1915.

Daniel

Daniel oró a Dios, sin ensalzarse a sí mismo ni pretender bondad alguna: “Oye, Señor; oh Señor, perdona; presta oído, Señor, y haz; no pongas dilación, por amor a ti mismo, Dios mío”. Esto es lo que Santiago llama la oración eficaz y ferviente. De Cristo se dice: “Estando en agonía oraba más intensamente”. ¡Qué contraste presentan con esta intercesión de la Majestad celestial las débiles y tibias oraciones que se ofrecen a Dios! Muchos se conforman con el servicio de los labios, y pocos tienen un anhelo sincero, ferviente y afectuoso por Dios.—Testimonios Selectos 3:386.

Constante en la oración a pesar de la persecución

¿Cesó Daniel de orar por causa de este decreto? No, ese era precisamente el momento en que más debía orar. “Cuando Daniel supo que el edicto había sido firmado, entró en su casa, y abiertas las ventanas de su cámara que daban hacia Jerusalén, se arrodillaba tres veces al día, y oraba y daba gracias delante de su Dios, como lo solía hacer antes”. Daniel 6:10. Daniel no procuró esconder su lealtad a Dios. No oró en su corazón, sino que con su voz y en un tono alto, con sus ventanas abiertas hacia Jerusalén, ofreció sus peticiones al Señor. Entonces sus enemigos se quejaron al rey, y Daniel fue echado al foso de los leones. Pero el Hijo de Dios estuvo allí. El ángel del Señor acampó en derredor del siervo del Señor, y el rey vino a la mañana siguiente y llamó: “Daniel, siervo del Dios viviente, el Dios tuyo, a quien tú continuamente sirves, ¿te ha podido librar de los leones? Entonces Daniel respondió al rey: Oh rey, vive para siempre. Mi Dios envió su ángel, el cual cerró la boca de los leones, para que no me hiciesen daño”. Daniel 6:20-22. No le había ocurrido mal alguno, y magnificó al Señor y Dios del cielo.—The Review and Herald, 3 de mayo de 1892.

Daniel oraba con humildad dispuesto a aceptar la voluntad divina

Al acercarse el tiempo de la terminación de los setenta años de cautiverio, Daniel se aplicó en gran manera al estudio de las profecías de Jeremías. Él vio que se acercaba el tiempo en que Dios daría a su pueblo escogido otra prueba; y con ayuno, humillación y oración, importunaba al Dios del cielo con estas palabras: “Ahora, Señor, Dios grande, digno de ser temido, que guardas el pacto y la misericordia con los que te aman y guardan tus mandamientos; hemos pecado, hemos hecho iniquidad, hemos obrado impíamente, y hemos sido rebeldes, y nos hemos apartado de tus mandamientos y de tus ordenanzas. No hemos obedecido a tus siervos los profetas, que en tu nombre hablaron a nuestros reyes, a nuestros príncipes, a nuestros padres, y a todo el pueblo de la tierra”. Daniel 9:4-6.

Daniel no proclama su propia fidelidad ante el Señor. En lugar de pretender ser puro y santo, este honrado profeta se identifica humildemente con el Israel verdaderamente pecaminoso. La sabiduría que Dios le había impartido era tan superior a la sabiduría de los grandes hombres del mundo, como la luz del sol que brilla en los cielos al mediodía es más brillante que la más débil estrella. Y sin embargo, ponderad la oración que sale de los labios de este hombre tan altamente favorecido del cielo. Con profunda humillación con lágrimas y una entrega de corazón, ruega por sí mismo y por su pueblo. Abre su alma delante de Dios, confesando su propia falta de mérito y reconociendo la grandeza y la majestad del Señor.

¡Qué sinceridad y qué fervor caracterizaron su súplica! La mano de fe se halla extendida hacia arriba para asirse de las promesas del Altísimo que nunca fallan. Su alma lucha en agonía. Y tiene la evidencia de que su oración es escuchada. Sabe que la victoria le pertenece. Si como pueblo nosotros oráramos como Daniel, y lucháramos como él luchó, humillando nuestras almas delante de Dios, veríamos respuestas tan maravillosas a nuestras peticiones como las que le fueron concedidas a Daniel. Oíd cómo presenta su caso ante la corte del cielo:

“Inclina, oh Dios mío, tu oído, y oye; abre tus ojos, y mira nuestras desolaciones, y la ciudad sobre la cual es invocado tu nombre; porque no elevamos nuestros ruegos ante ti confiados en nuestras justicias, sino en tus muchas misericordias. Oye, Señor; oh Señor, perdona; presta oído, Señor, y haz: no tardes, por amor de ti mismo, Dios mío; porque tu nombre es invocado sobre tu ciudad y sobre tu pueblo”. Daniel 9:18, 19.

El hombre de Dios estaba orando por la bendición del cielo sobre su pueblo, y por un conocimiento más claro de la voluntad divina. La preocupación de su corazón era con respecto a Israel, que no estaba, en el sentido más estricto de la palabra, guardando la ley de Dios. Reconoce que todas sus desgracias habían venido como consecuencia de sus transgresiones de la santa ley. Dice: “Hemos pecado, hemos cometido iniquidad... Porque a causa de nuestros pecados, y por la maldad de nuestros padres, Jerusalén y tu pueblo son el oprobio de todos en derredor nuestro”. Los judíos habían perdido su carácter peculiar y sagrado como pueblo escogido de Dios. “Ahora pues, Dios nuestro, oye la oración de tu siervo, y sus ruegos; y haz que tu rostro resplandezca sobre tu santuario asolado”. Daniel 9:5, 16, 17. El corazón de Daniel se vuelve con intenso anhelo al santuario desolado de Dios. Él sabe que su prosperidad puede ser restaurada únicamente cuando Israel se arrepienta de sus transgresiones de la ley de Dios, y se vuelva humilde, fiel y obediente.

Mientras se eleva la oración de Daniel, el ángel Gabriel viene volando desde las cortes del cielo, para decirle que sus peticiones han sido escuchadas y contestadas. El ángel poderoso ha sido comisionado para darle capacidad y comprensión, para abrir delante de él los misterios de las edades futuras. Así, mientras trata fervorosamente de conocer y comprender la verdad, Daniel es puesto en comunicación con el mensajero delegado del cielo.

En respuesta a su petición, Daniel recibió no solamente la luz y la verdad que él y su pueblo necesitaban en gran manera, sino una visión de los grandes acontecimientos del futuro, hasta el advenimiento del Redentor del mundo. Los que pretenden estar santificados, y sin embargo no tienen deseo de investigar las Escrituras, o de luchar con Dios en oración por una comprensión más clara de la verdad bíblica, no saben lo que es la verdadera santificación.—La edificación del carácter, 44-47.

Nehemías

Los corazones de los que defienden esta causa deben llenarse del espíritu de Jesús. Solamente el Gran Médico puede aplicar el bálsamo de Galaad. Lean estos hombres el libro de Nehemías con corazones humildes tocados por el Espíritu Santo, y sus falsas ideas serán modificadas, se verán principios correctos, y el actual orden de cosas cambiará. Nehemías oró al Señor por ayuda, y Dios escuchó su plegaria. El Señor obró en los reyes paganos para que vinieran en su ayuda. Cuando sus enemigos trabajaron celosamente contra él, el Señor empleó a reyes para realizar su propósito, y contestar las muchas oraciones que ascendían a él en procura de la ayuda que tanto necesitaban.—Testimonios para los Ministros, 201, 202.

La oración fortalecía la fe y valentía de Nehemías

Mediante mensajeros de Judea, el patriota hebreo había sabido que habían llegado días de prueba para Jerusalén, la ciudad escogida. Los desterrados que habían regresado sufrían aflicción y oprobio. Se habían reedificado el templo y porciones de la ciudad; pero la obra de restauración se veía estorbada, los servicios del templo eran perturbados, y el pueblo mantenido en constante alarma por el hecho de que las murallas de la ciudad permanecían mayormente en ruinas.

Abrumado de pesar, Nehemías no podía comer ni beber. Confie- sa: “Lloré, y enlutéme por algunos días, y ayuné y oré delante del Dios de los cielos”. Fielmente, confesó sus pecados y los pecados de su pueblo. Rogó a Dios que sostuviese la causa de Israel, que devolviese a su pueblo valor y fuerza y le ayudase a edificar los lugares asolados de Judá.

Mientras Nehemías oraba, se fortalecieron su fe y su valor. Se le ocurrieron santos argumentos. Señaló el deshonor que recaería sobre Dios si su pueblo, que ahora se había vuelto hacia él, fuese dejado en la debilidad y opresión; e insistió en que el Señor cumpliese su promesa: “Si os volviereis a mí, y guardareis mis mandamientos y los hiciereis, aun cuando estuvieren tus desterrados en las partes más lejanas debajo del cielo, de allí los recogeré y los traeré al lugar que escogí para hacer habitar allí mi Nombre”. Nehemías 1:9 (VM); véase Deuteronomio 4:29-31. Esta promesa había sido dada a los hijos de Israel por intermedio de Moisés antes que entrasen en Canaán; y había subsistido sin cambio a través de los siglos. El pueblo de Dios se había tornado ahora a él con arrepentimiento y fe, y esta promesa no fallaría.

Con frecuencia había derramado Nehemías su alma en favor de su pueblo. Pero mientras oraba esta vez, se formó un propósito santo en su espíritu. Resolvió que si lograra el consentimiento del rey y la ayuda necesaria para conseguir herramientas y material, emprendería él mismo la tarea de reedificar las murallas de Jerusalén y de restaurar la fuerza nacional de Israel. Pidió al Señor que le hiciese obtener el favor del rey, a fin de poder cumplir ese plan. Suplicó: “Concede hoy próspero éxito a tu siervo, y dale gracia delante de aquel varón”.

Durante cuatro meses Nehemías aguardó una oportunidad favorable para presentar su petición al rey. Mientras tanto, aunque su corazón estaba apesadumbrado, se esforzó por conducirse animosamente en la presencia real. En aquellas salas adornadas con lujo y esplendor, todos debían aparentar alegría y felicidad. La angustia no debía echar su sombra sobre el rostro de ningún acompañante de la realeza. Pero mientras Nehemías se hallaba retraído, oculto de los ojos humanos, muchas eran las oraciones, las confesiones y las lágrimas que Dios y los ángeles oían y veían.—La Historia de Profetas y Reyes, 464, 465.

Nehemías reconoció su pecado personal en sus oraciones

No solo dijo Nehemías que Israel había pecado. Arrepentido, reconoció que él y la casa de su padre habían pecado. “Nos hemos corrompido contra ti”, dice, colocándose entre los que habían deshonrado a Dios al no permanecer firmemente de parte de la verdad...

Nehemías se humilló ante Dios y le dio la gloria debida a su nombre. Así también lo hizo Daniel en Babilonia. Estudiemos las oraciones de estos hombres. Nos enseñan que debemos humillarnos, pero que nunca hemos de borrar la línea de demarcación entre el pueblo observador de los mandamientos de Dios y los que no respetan su ley.—Comentario Bíblico Adventista 3:1154.

Nehemías oró seguro de que Dios cumpliría sus promesas

Aferrándose firmemente de la promesa divina, Nehemías depositaba sus peticiones ante el estrado de la misericordia celestial para que Dios sostuviera la causa de su pueblo arrepentido, le restaurara su fortaleza y edificara sus lugares asolados. Dios había cumplido sus amenazas cuando su pueblo se separó de él; lo había esparcido entre las naciones, de acuerdo con su Palabra. Y en ese mismo hecho Nehemías hallaba la seguridad de que él sería igualmente fiel en cumplir sus promesas.—Comentario Bíblico Adventista 3:1154.

Nehemías oraba de acuerdo a las necesidades del momento

La mención de la condición en que estaba Jerusalén despertó la simpatía del monarca sin evocar sus prejuicios. Otra pregunta dio a Nehemías la oportunidad que aguardaba desde hacía mucho: “¿Qué cosa pides?” Pero el varón de Dios no se atrevía a responder antes de haber solicitado la dirección de Uno mayor que Artajerjes. Tenía un cometido sagrado que cumplir, para el cual necesitaba ayuda del rey; y comprendía que mucho dependía de que presentase el asunto en forma que obtuviese su aprobación y su auxilio. Dice él: “Entonces oré al Dios de los cielos”. En esa breve oración, Nehemías se acercó a la presencia del Rey de reyes, y ganó para sí un poder que puede desviar los corazones como se desvían las aguas de los ríos.—La Historia de Profetas y Reyes, 466.

Las oraciones de Nehemías corroboradas por su firmeza de propósito

Hay necesidad de [muchos] Nehemías en la iglesia hoy: hombres que puedan no solo orar y predicar, sino hombres cuyas oraciones y sermones estén corroborados por un propósito firme y anhelante.— Conflicto y Valor, 264.

Como Nehemías, podemos orar en todo momento y lugar

La facultad de orar como oró Nehemías en el momento de su necesidad es un recurso del cual dispone el cristiano en circunstancias en que otras formas de oración pueden resultar imposibles. Los que trabajan en las tareas de la vida, apremiados y casi abrumados de perplejidad, pueden elevar a Dios una petición para ser guiados divinamente. Cuando los que viajan, por mar o por tierra, se ven amenazados por algún grave peligro, pueden entregarse así a la protección del cielo. En momentos de dificultad o peligro repentino, el corazón puede clamar por ayuda a Aquel que se ha comprometido a acudir en auxilio de sus fieles creyentes cuando quiera que le invoquen. En toda circunstancia y condición, el alma cargada de pesar y cuidados, o fieramente asaltada por la tentación, puede hallar seguridad, apoyo y socorro en el amor y el poder inagotables de un Dios que guarda su pacto.

En aquel breve momento de oración al Rey de reyes, Nehemías cobró valor para exponer a Artajerjes su deseo de quedar por un tiempo libre de sus deberes en la corte; y solicitó autoridad para edificar los lugares asolados de Jerusalén, para hacer de ella nuevamente una ciudad fuerte y defendida. De esta petición dependían resultados portentosos para la nación judaica. “Y—explica Nehemías—otorgómelo el rey, según la benéfica mano de Jehová sobre mí”.—La Historia de Profetas y Reyes, 466, 467.

Dios, en su providencia, no permite que conozcamos el fin desde el principio, sino que nos da la luz de su Palabra para guiarnos mientras avanzamos, y nos ordena que mantengamos la mente fija en Jesús. Doquiera estemos, cualquiera sea nuestra ocupación, debemos elevar el corazón a Dios en oración.

Esto es ser constantes en la oración. No necesitamos esperar hasta que podamos arrodillarnos antes de que oremos. En una ocasión, cuando Nehemías se presentó ante el rey, este le preguntó por qué parecía tan triste y qué pedido tenía para presentarle. Pero Nehemías no se atrevió a responder inmediatamente. Estaban en juego importantes intereses. La suerte de una nación dependía de la impresión que entonces se hiciera en la mente del monarca, y en ese mismo instante Nehemías elevó una oración al Dios del cielo antes de atreverse a responder al rey. El resultado fue que obtuvo todo lo que pidió o aun deseó.—Comentario Bíblico Adventista 3:1154.

No hay tiempo o lugar en que sea impropio orar a Dios. No hay nada que pueda impedirnos elevar nuestro corazón en ferviente oración. En medio de las multitudes y del afán de nuestros negocios, podemos ofrecer a Dios nuestras peticiones e implorar la divina dirección, como lo hizo Nehemías cuando hizo la petición delante del rey Artajerjes. En dondequiera que estemos podemos estar en comunión con él. Debemos tener abierta continuamente la puerta del corazón, e invitar siempre a Jesús a venir y morar en el alma como huésped celestial.

Aunque estemos rodeados de una atmósfera corrompida y manchada, no necesitamos respirar sus miasmas, antes bien podemos vivir en la atmósfera limpia del cielo. Podemos cerrar la entrada a toda imaginación impura y a todo pensamiento perverso, elevando el alma a Dios mediante la oración sincera. Aquellos cuyo corazón esté abierto para recibir el apoyo y la bendición de Dios, andarán en una atmósfera más santa que la del mundo y tendrán constante comunión con el cielo.—El Camino a Cristo, 99.

Nehemías oró fervientemente toda la noche

En secreto y silencio, Nehemías completó su gira de inspección de los muros. Declara: “Y no sabían los magistrados dónde yo había ido, ni qué había hecho; ni hasta entonces lo había yo declarado a los judíos y sacerdotes, ni a los nobles y magistrados, ni a los demás que hacían la obra”. En su dolorosa gira no quería él llamar la atención ni de sus amigos ni de sus adversarios, para no crear ninguna excitación, y para que no se pusieran en circulación informes que pudieran derrotar o por lo menos obstaculizar su obra. Nehemías dedicó el resto de la noche a la oración; por la mañana debía hacer un esfuerzo ferviente para levantar y unir a sus desalentados y divididos compatriotas.—Servicio Cristiano Eficaz, 217.

El éxito de Nehemías demuestra el poder de la oración

En su obra, Esdras y Nehemías se humillaron delante de Dios, confesaron sus pecados y los del pueblo, y pidieron perdón como si ellos mismos hubiesen sido los culpables. Con paciencia trabajaron, oraron y sufrieron. Lo que más dificultó su obra no fue la franca hostilidad de los paganos, sino la oposición secreta de los que se decían sus amigos, quienes, al prestar su influencia al servicio del mal, multiplicaba por diez la carga de los siervos de Dios. Esos traidores proveían a los enemigos del Señor material para que guerreasen contra su pueblo. Sus malas pasiones y voluntades rebeldes estaban siempre en pugna con los claros requerimientos de Dios.

El éxito que acompañó los esfuerzos de Nehemías revela lo que lograrán la oración, la fe y la acción sabia y enérgica. Nehemías no era sacerdote ni profeta, ni pretendía título alguno. Fue un reformador suscitado para un tiempo importante. Se propuso poner a su pueblo en armonía con Dios. Inspirado por su gran propósito, dedicó a lograrlo toda la energía de su ser. Una integridad elevada e inflexible distinguió sus esfuerzos. Al verse frente al mal y a la oposición a lo recto, asumió una actitud tan resuelta que el pueblo fue incitado a trabajar con renovado celo y valor. No podía menos que reconocer la lealtad, el patriotismo y el profundo amor a Dios que animaban a Nehemías, y al notar todo esto, el pueblo estaba dispuesto a seguirlo adónde lo guiaba.—La Historia de Profetas y Reyes, 498, 499.

Juan el Bautista

Pero Juan no pasaba la vida en ociosidad, ni en lobreguez ascética o aislamiento egoísta. De vez en cuando, salía a mezclarse con los hombres; y siempre observaba con interés lo que sucedía en el mundo. Desde su tranquilo retiro, vigilaba el desarrollo de los sucesos. Con visión iluminada por el Espíritu divino, estudiaba los caracteres humanos para poder saber cómo alcanzar los corazones con el mensaje del cielo. Sentía el peso de su misión. En la soledad, por la meditación y la oración, trataba de fortalecer su alma para la carrera que le esperaba.—El Deseado de Todas las Gentes, 77.

La oración capacitaba a Juan para enfrentarse a los reyes de la tierra

Juan el Bautista fue enseñado por el Señor en su vida del desierto. Estudiaba las revelaciones de Dios en la naturaleza. Bajo la dirección del Divino Espíritu, estudiaba los pergaminos de los profetas. De día y de noche, su estudio y meditación eran sobre Cristo, hasta que su mente, corazón y alma se colmaron de la visión gloriosa.

Contemplaba al Rey en su hermosura, y perdía de vista el yo. Contemplaba la majestad de la santidad y reconocía su propia ineficiencia y falta de mérito. Lo que debía declarar era el mensaje de Dios. Era en el poder de Dios y su justicia que se mantendría firme. Estaba listo para salir como mensajero del cielo, sin temor a lo humano, porque había contemplado lo divino. Podía mantenerse con valor delante de la presencia de los monarcas del mundo porque con temor y temblor se había postrado ante el Rey de reyes.— Testimonios para la Iglesia 8:346, 347.

Pedro

El corazón del apóstol fue movido a simpatía al ver su tristeza. Luego, ordenando que los llorosos deudos salieran de la pieza, se arrodilló y oró fervorosamente a Dios para que devolviese la vida y la salud a Dorcas. Volviéndose hacia el cuerpo, dijo: “Tabita, levántate. Y ella abrió los ojos, y viendo a Pedro, incorporóse”. Dorcas había prestado grandes servicios a la iglesia, y a Dios le pareció bueno traerla de vuelta del país del enemigo, para que su habilidad y energía siguieran beneficiando a otros y también para que por esta manifestación de su poder, la causa de Cristo fuese fortalecida.—Los Hechos de los Apóstoles, 107, 108.