Consejos para la Iglesia

Capítulo 54

La oración por los enfermos

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La Escritura dice que hay que “orar siempre y no desmayar” (Lucas 18:1); y si hay momento alguno en que los hombres sien- tan necesidad de orar, es cuando la fuerza decae y la vida parece escapárseles. Muchas veces los sanos olvidan los favores maravillosos que reciben pródigamente, día tras día, año tras año, y no tributan alabanzas a Dios por sus beneficios. Pero cuando sobreviene la enfermedad, entonces se acuerdan de Dios. Cuando falta la fuerza humana, el hombre siente la necesidad de la ayuda divina. Y nunca se aparta nuestro Dios misericordioso del alma que con sinceridad le pide auxilio. El es nuestro refugio en la enfermedad y en la salud.

Cristo es el mismo médico compasivo que cuando desempeñaba su ministerio terrenal. En él hay bálsamo curativo para toda enfermedad, poder restaurador para toda dolencia. Sus discípulos de hoy deben rogar por los enfermos con tanto empeño como los discípulos de antaño. Y se realizarán curaciones, pues “la oración de fe salvará al enfermo”. Tenemos el poder del Espíritu Santo y la tranquila seguridad de la fe para aferrarnos a las promesas de Dios. La promesa del Señor: “Sobre los enfermos pondrán sus manos, y sanarán” (Marcos 16:18), es tan digna de crédito hoy como en tiempos de los apóstoles, pues denota el privilegio de los hijos de Dios, y nuestra fe debe apoyarse en todo lo que ella envuelve. Los siervos de Cristo son canales de virtud, y por medio de ellos quiere ejercitar su poder sanador. Tarea nuestra es llevar a Dios en brazos de la fe a los enfermos y dolientes. Debemos enseñarles a creer en el gran Médico.

El Salvador quiere que alentemos a los enfermos, a los desesperados y a los afligidos para que confíen firmemente en su fuerza.

Las condiciones de la oración contestada

Sólo cuando vivimos obedientes a su Palabra podemos reclamar el cumplimiento de su promesa. Dice el salmista: “Si en mi corazón hubiese yo mirado a la iniquidad, el Señor no me habría escuchado”. Salmos 66:18. Si sólo le obedecemos parcial y tibiamente, sus promesas no se cumplirán en nosotros.

En la Palabra de Dios encontrarnos instrucción respecto a la oración especial para el restablecimiento de los enfermos. Pero el acto de elevar tal oración es un acto solemnísimo, y no se debe participar en él sin la debida consideración. En muchos casos en que se ora por la curación de algún enfermo, lo que llamamos fe no es más que presunción.

Muchas personas se acarrean la enfermedad por sus excesos. No han vivido conforme a la ley natural o a los principios de estricta pureza. Otros han despreciado las leyes de la salud en su modo de comer y beber, de vestir o de trabajar. Muchas veces uno u otro vicio ha causado debilidad de la mente o del cuerpo. Si las tales personas consiguieran la bendición de la salud, muchas de ellas reanudarían su vida de descuido y transgresión de las leyes naturales y espirituales de Dios, arguyendo que si Dios las sana en respuesta a la oración, pueden con toda libertad seguir sus prácticas malsanas y entregarse sin freno a sus apetitos. Si Dios hiciera un milagro devolviendo la salud a estas personas, daría alas al pecado.

Trabajo perdido es enseñar a la gente a considerar a Dios como sanador de sus enfermedades, si no se le enseña también a desechar las prácticas malsanas. Para recibir las bendiciones de Dios en respuesta a la oración, se debe dejar de hacer el mal y aprender a hacer el bien. Las condiciones en que se vive deben ser saludables, y los hábitos de vida correctos. Se debe vivir en armonía con la ley natural y espiritual de Dios.

A los que solicitan que se ore para que les sea devuelta la salud, hay que hacerles ver que la violación de la ley de Dios, natural o espiritual, es pecado, y que para recibir la bendición de Dios deben confesar y aborrecer sus pecados.

La Escritura nos dice: “Confesaos vuestras ofensas unos a otros, y orad unos por otros para que seáis sanos”. Santiago 5:16. Al que solicita que se ore por él, dígasele más o menos lo siguiente: “No podemos leer el corazón, ni conocer los secretos de tu vida. Dios solo y tú los conocéis. Si te arrepientes de tus pecados, deber tuyo es confesarlos”. El pecado de carácter privado debe confesarse a Cristo, único mediador entre Dios y el hombre. Pues, “si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo”. 1 Juan 2:1. Todo pecado es ofensa hecha a Dios, y se lo ha de confesar por medio de Cristo. Todo pecado cometido abiertamente debe confesarse abiertamente. El mal hecho al prójimo debe subsanarse ofreciendo reparación al perjudicado. Si el que pide la salud es culpable de alguna calumnia, si ha sembrado la discordia en la familia, en el vecindario, o en la iglesia, si ha suscitado enemistades y disensiones, si mediante siniestras prácticas ha inducido a otros al pecado, ha de confesar todas estas cosas ante Dios y ante los que fueron perjudicados por ellas. “Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad”. 1 Juan 1:9.

Cuando el mal quedó subsanado, podemos con fe tranquila presentar a Dios las necesidades del enfermo, según lo indique el Espíritu Santo. Dios conoce a cada cual por nombre y cuida de él como si no hubiera nadie más en el mundo por quien entregara a su Hijo amado. Siendo el amor de Dios tan grande y tan infalible, se debe alentar al enfermo a que confíe en Dios y tenga ánimo. La congoja acerca de sí mismos los debilita y enferma. Si los enfermos resuelven sobreponerse a la depresión y la melancolía, tendrán mejores perspectivas de sanar; pues “el ojo de Jehová está sobre los que le temen, sobre los que esperan en su misericordia”. Salmos 33:18, VM.

Al orar por los enfermos debemos recordar que lo que “hemos de pedir como conviene, no lo sabemos”. Romanos 8:26. No sabemos si el beneficio que deseamos es el que más conviene. Por tanto, nuestras oraciones deben incluir este pensamiento: “Señor, tú conoces todo secreto del alma. Conoces también a estas personas. Su Abogado, el Señor Jesús, dio su vida por ellas. Su amor hacia ellas es mayor de lo que puede ser el nuestro. Por consiguiente, si esto puede redundar en beneficio de tu gloria y de estos pacientes, pedímoste, en nombre de Jesús, que les devuelvas la salud. Si no es tu voluntad que así sea, te pedimos que tu gracia los consuele, y que tu presencia los sostenga en sus padecimientos”.

Dios conoce el fin desde el principio. Conoce el corazón de todo hombre. Lee todo secreto del alma. Sabe si aquellos por quienes se hace oración podrían o no soportar las pruebas que les acometerían si hubiesen de sobrevivir. Sabe si sus vidas serían bendición o maldición para sí mismos y para el mundo. Esto es una razón para que, al presentarle encarecidamente a Dios nuestras peticiones, debamos decirle: “Pero no se haga mi voluntad sino la tuya”. Lucas 22:42. Jesús añadió estas palabras de sumisión a la sabiduría y voluntad de Dios cuando en el huerto de Getsemaní rogaba: “Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa; pero no sea como yo quiero sino como tú”. Mateo 26:39. Y si estas palabras eran apropiadas para el Hijo de Dios, ¡cuánto más lo serán en labios de falibles y finitos mortales!

Lo que conviene es encomendar nuestros deseos al sapientísimo Padre celestial, y después, depositar en él toda nuestra confianza. Sabemos que Dios nos oye si le pedimos conforme a su voluntad, pero el importunarle sin espíritu de sumisión no está bien; nuestras oraciones no han de revestir forma de mandato, sino de intercesión.

Hay casos en que Dios obra con toda decisión con su poder divino en la restauración de la salud. Pero no todos los enfermos curan. A muchos se les deja dormir en Jesús. A Juan, en la isla de Patmos, se le mandó que escribiera: “Bienaventurados de aquí en adelante los muertos que mueren en el Señor. Sí, dice el Espíritu, descansarán de sus trabajos, porque sus obras con ellos siguen”. Apocalipsis 14:13. De esto se desprende que aunque haya quienes no recobren la salud no hay que considerarlos faltos de fe.

Todos deseamos respuestas inmediatas y directas a nuestras oraciones, y estamos dispuestos a desalentarnos cuando la contestación tarda, o cuando llega en forma que no esperábamos. Pero Dios es demasiado sabio y bueno para contestar siempre a nuestras oraciones en el plazo exacto y en la forma precisa que deseamos. El quiere hacer en nuestro favor algo más y mejor que el cumplimiento de todos nuestros deseos. Y por el hecho de que podemos confiar en su sabiduría y amor, no debemos pedirle que ceda a nuestra voluntad, sino procurar comprender su propósito y realizarlo. Nuestros deseos e intereses deben perderse en su voluntad. Los sucesos que prueban nuestra fe son para nuestro bien, pues denotan si nuestra fe es verdadera y sincera, y si descansa en la Palabra de Dios sola, o si, dependiente de las circunstancias, es incierta y variable. La fe se fortalece por el ejercicio. Debemos dejar que la paciencia perfeccione su obra, recordando que hay preciosas promesas en las Escrituras para los que esperan en el Señor.

No todos entienden estos principios. Muchos de los que buscan la salutífera gracia del Señor piensan que debieran recibir directa e inmediata respuesta a sus oraciones, o si no, que su fe es defectuosa. Por esta razón, conviene aconsejar a los que se sienten debilitados por la enfermedad, que obren con toda discreción. No deben desatender sus deberes para con sus amigos que les sobrevivan, ni descuidar el uso de los agentes naturales para la restauración de la salud.

A menudo hay peligro de errar en esto. Creyendo que serán sanados en su respuesta a la oración, algunos temen hacer algo que parezca indicar falta de fe. Pero no deben descuidar el arreglo de sus asuntos como desearían hacerlo si pensaran morir. Tampoco deben temer expresar a sus parientes y amigos las palabras de aliento o los buenos consejos que quisieran darles en el momento de partir.

Los que buscan la salud por medio de la oración no deben dejar de hacer uso de los remedios puestos a su alcance. Hacer uso de los agentes curativos que Dios ha suministrado para aliviar el dolor y para ayudar a la naturaleza en su obra restauradora no es negar nuestra fe. No lo es tampoco el cooperar con Dios y ponernos en la condición más favorable para recuperar la salud. Dios nos ha facultado para que conozcamos las leyes de la vida. Este conocimiento ha sido puesto a nuestro alcance para que lo usemos. Debemos aprovechar toda facilidad para la restauración de la salud, sacando todas las ventajas posibles y trabajando en armonía con las leyes naturales. Cuando hemos orado por la curación del enfermo, podemos trabajar con energía tanto mayor, dando gracias a Dios por el privilegio de cooperar con él y pidiéndole que bendiga los medios de curación que él mismo dispuso.

Tenemos la sanción de la Palabra de Dios para el uso de los agentes curativos. Ezequías, rey de Israel, cayó enfermo, y un profeta de Dios le trajo el mensaje de que iba a morir. El rey clamó al Señor, y éste oyó a su siervo y le comunicó que se le añadirían quince años de vida. Ahora bien, el rey Ezequías hubiera podido sanar al instante con una sola palabra de Dios, pero se le dieron recetas especiales: “Tomen masa de higos, y pónganla en la llaga, y sanará”. Isaías 38:21.

Cuando hayamos orado por el restablecimiento del enfermo, no perdamos la fe en Dios, cualquiera que sea el desenlace del caso. Si tenemos que presenciar el fallecimiento, apuremos el amargo cáliz, recordando que la mano de un Padre nos lo acerca a los labios. Pero si el enfermo recobra la salud, no debe olvidar que al ser objeto de la gracia curativa contrajo nueva obligación para con el Creador. Cuando los diez leprosos fueron limpiados, sólo uno volvió a dar gracias a Jesús y glorificar su nombre. No seamos nosotros como los nueve irreflexivos, cuyos corazones fueron insensibles a la misericordia de Dios. “Toda buena dádiva y todo don perfecto desciende de lo alto, del Padre de las luces, en el cual no hay mudanza, ni sombra de variación”. Santiago 1:17.