Consejos para la Iglesia

Capítulo 53

La cena del Señor

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Los símbolos de la casa del Señor con sencillos y fácilmente comprensibles, y las verdades representadas por ellos son del más profundo significado para nosotros.

Cristo se hallaba en el punto de transición entre dos sistemas y sus dos grandes fiestas respectivas. El, el Cordero inmaculado de Dios, estaba por presentarse como ofrenda por el pecado, y así acabaría con el sistema de figuras y ceremonias que durante cuatro mil años había anunciado su muerte. Mientras comía la pascua con sus discípulos, instituyó en su lugar el rito que había de conmemorar su gran sacrificio. La fiesta nacional de los judíos iba a desaparecer para siempre. El servicio que Cristo establecía había de ser observado por sus discípulos en todos los países y a través de todos los siglos.

La Pascua fue ordenada como conmemoración del libramiento de Israel de la servidumbre egipcia. Dios había indicado que, año tras año, cuando los hijos preguntasen el significado de este rito, se les repitiese la historia. Así había de mantenerse fresca en la memoria de todos aquella maravillosa liberación. El rito de la cena del Señor fue dado para conmemorar la gran liberación obrada como resultado de la muerte de Cristo. Este rito ha de celebrarse hasta que él venga por segunda vez con poder y gloria. Es el medio por el cual ha de mantenerse fresco en nuestra mente el recuerdo de su gran obra en favor nuestro.

El ejemplo de Cristo prohíbe la exclusividad en la cena del Señor. Es verdad que el pecado abierto excluye a los culpables. Esto lo enseña claramente el Espíritu Santo ver. 1 Corintios 5:5. Pero fuera de esto, nadie ha de pronunciar juicio. Dios no ha dejado a los hombres el decidir quiénes se han de presentar en estas ocasiones, Porque, ¿quién puede leer el corazón? ¿Quién puede distinguir la cizaña del trigo? “Por tanto, pruébese cada uno a sí mismo, y coma así del pan, y beba de la copa”. Porque “cualquiera que comiere este pan o bebiere esta copa del Señor indignamente, será culpado del cuerpo y de la sangre del Señor”. “El que come y bebe indignamente, sin discernir el cuerpo del Señor, juicio come y bebe para él”. 1 Corintios 11:28, 27, 29.

Nadie debe excluirse de la comunión porque esté presente alguna persona indigna. Cada discípulo está llamado a participar públicamente de ella y dar así testimonio de que acepta a Cristo como Salvador personal.

Al participar con sus discípulos del pan y del vino, Cristo se comprometió como su Redentor. Les confió el nuevo pacto, por medio del cual todos los que le reciben llegan a ser hijos de Dios, coherederos con Cristo. Por este pacto, venía a ser suya toda bendición que el cielo podía conceder para esta vida y la venidera. Este pacto había de ser ratificado por la sangre de Cristo. La administración del sacramento había de recordar a los discípulos el sacrificio infinito hecho por cada uno de ellos como parte del gran conjunto de la humanidad caída.

El siervo de siervos

Cuando los discípulos entraron en el aposento alto, sus corazones estaban llenos de resentimiento. Judas se mantenía al lado de Cristo, a la izquierda; Juan estaba a la derecha. Si había un puesto más alto que los otros, Judas estaba resuelto a obtenerlo, y se pensaba que este puesto era al lado de Cristo. Y Judas era traidor.

Se había levantado otra causa de disensión. Era costumbre, en ocasión de la fiesta, que un criado lavase los pies de los huéspedes, y en esa ocasión se habían hecho preparativos para este servicio. La jarra, el lebrillo y la toalla estaban allí, listos para el lavamiento de los pies; pero no había siervo presente, y les tocaba a los discípulos cumplirlo. Pero cada uno de los discípulos, cediendo al orgullo herido, resolvió no desempeñar el papel de siervo. Todos manifestaban una despreocupación estoica, al parecer inconscientes de que les tocaba hacer algo. Por su silencio, se negaban a humillarse.

Los discípulos no hacían ningún ademán de servirse unos a otros. Jesús aguardó un rato para ver lo que iban a hacer. Luego él, el Maestro divino, se levantó de la mesa. Poniendo a un lado el manto exterior que habría impedido sus movimientos, tomó una toalla y se ciñó. Con sorprendido interés, los discípulos miraban, y en silencio esperaban para ver lo que iba a seguir. “Luego puso agua en un lebrillo, y comenzó a lavar los pies de los discípulos, y a enjugarlos con la toalla con que estaba ceñido”. Esta acción abrió los ojos a los discípulos. Amarga vergüenza y humillación llenaron su corazón. Comprendieron el mudo reproche, y se vieron desde un punto de vista completamente nuevo.

Así expresó Cristo su amor por sus discípulos. El espíritu egoísta de ellos le llenó de tristeza, pero no entró en controversia con ellos acerca de la dificultad. En vez de eso, les dio un ejemplo que nunca olvidarían. Su amor hacia ellos no se perturbaba ni se apagaba fácilmente. Sabía que el Padre había puesto todas las cosas en sus manos, y que él provenía de Dios e iba a Dios. Tenía plena conciencia de su divinidad; pero había puesto a un lado su corona y vestiduras reales, y había tomado forma de siervo. Uno de los últimos actos de su vida en la tierra consistió en ceñirse como siervo y cumplir la tarea de un siervo.

Cristo quería que sus discípulos comprendiesen que aunque les había lavado los pies, esto no le restaba dignidad. “Vosotros me llamáis Maestro y Señor; y decís bien, porque lo soy”. Y siendo tan infinitamente superior, impartió gracia y significado al servicio. Nadie ocupaba un puesto tan exaltado como el de Cristo, y sin embargo él se rebajó a cumplir el más humilde deber. A fin de que los suyos no fuesen engañados por el egoísmo que habita en el corazón natural y se fortalece por el servicio propio, Cristo les dio su ejemplo de humildad. No quería dejar a cargo del hombre este gran asunto. De tanta importancia lo consideró, que él mismo, que era igual a Dios, actuó como siervo de sus discípulos. Mientras estaban contendiendo por el puesto más elevado, Aquel ante quien toda rodilla ha de doblarse, Aquel a quien los ángeles de gloria se honran en servir, se inclinó para lavar los pies de quienes le llamaban Señor. Lavó los pies de su traidor.

Ahora, habiendo lavado los pies de sus discípulos, dijo: “Ejemplo os he dado, para que como yo es he hecho, vosotros también hagáis”. En estas palabras Cristo no sólo ordenaba la práctica de la hospitalidad. Quería enseñar algo más que el lavamiento de los pies de los huéspedes para quitar el polvo del viaje. Cristo instituía un servicio religioso. Por el acto de nuestro Señor, esta ceremonia humillante fue transformada en rito consagrado, que debía ser observado por los discípulos, a fin de que recordasen siempre sus lecciones de humildad y servicio.

El rito de preparación

Este rito es la preparación indicada por Cristo para el servicio sacramental. Mientras se alberga orgullo y divergencia y se contiende por la supremacía, el corazón no puede entrar en comunión con Cristo. No estamos preparados para recibir la comunión de su cuerpo y su sangre. Por esto, Jesús indicó que se observase primeramente la ceremonia conmemorativa de su humillación.

Al llegar a este rito, los hijos de Dios deben recordar las palabras del Señor de vida y gloria: “¿Sabéis lo que os he hecho? Vosotros me llamáis Maestro y Señor; y decís bien porque lo soy. Pues si yo, el Señor y el Maestro, he lavado vuestros pies, vosotros también debéis lavaros los pies los unos a los otros. Porque ejemplo os he dado, para que como yo os he hecho, vosotros también hagáis. De cierto, de cierto os digo: El siervo no es mayor que su señor, ni el enviado es mayor que el que le envió. Si sabéis estas cosas, bienaventurados seréis si las hiciéreis”. Juan 13:12-17. Hay en el hombre una disposición a estimarse más que a su hermano, a trabajar para sí, a buscar el puesto más alto; y con frecuencia esto produce malas sospechas y amargura de espíritu. El rito que precede a la cena del Señor está destinado a aclarar estos malentendidos, a sacar al hombre de su egoísmo, a bajarle de sus zancos de exaltación propia y darle la humildad de corazón que le inducirá a servir a su hermano.

El santo Vigilante del cielo está presente en estos momentos para hacer de ellos momentos de escrutinio del alma, de convicción del pecado y de bienaventurada seguridad de que los pecados están perdonados. Cristo, en la plenitud de su gracia, está allí para cambiar la corriente de los pensamientos que han estado dirigidos por cauces egoístas. El Espíritu Santo despierta las sensibilidades de aquellos que siguen el ejemplo de su Señor. Al ser recordada así la humillación del Salvador por nosotros, los pensamientos se vinculan con los pensamientos; se evoca una cadena de recuerdos de la gran bondad de Dios y del favor y ternura de los amigos terrenales.

Dondequiera que este rito se celebra debidamente, los hijos de Dios se ponen en santa relación, para ayudarse y bendecirse unos a otros. Se comprometen a entregar su vida a un ministerio abnegado. Y esto no sólo unos por otros. Su campo de labor es tan vasto como lo era el de su Maestro. El mundo está lleno de personas que necesitan nuestro ministerio. Por todos lados hay pobres desamparados e ignorantes. Los que hayan tenido comunión con Cristo en el aposento alto, saldrán a servir como él sirvió.

Jesús, que era servido por todos, vino a ser siervo de todos. Y porque ministró a todos, volverá a ser servido y honrado por todos. Y los que quieren participar de sus atributos, y con él compartir el gozo de ver almas redimidas, deben seguir su ejemplo de ministerio abnegado.

Un recordativo de su segunda venida

Mientras estaban reunidos en derredor de la mesa, dijo en tono de conmovedora tristeza: “¡Cuánto he deseado comer con vosotros esta pascua antes que padezca! Porque os digo que no la comeré más, hasta que se cumpla en el reino de Dios. Y habiendo tomado la copa, dio gracias, y dijo: Tomad esto, y repartidlo entre vosotros; porque os digo que no beberé más del fruto de la vid, hasta que el reino de Dios venga”. Lucas 22:15-18.

Pero el servicio de la comunión no había de ser una ocasión de tristeza. Tal no era su propósito. Mientras los discípulos del Señor se reúnen alrededor de su mesa, no han de recordar y lamentar sus faltas. No han de espaciarse en su experiencia religiosa pasada, haya sido ésta elevadora o deprimente. No han de recordar las divergencias existentes entre ellos y sus hermanos. El rito preparatorio ha abarcado todo esto. El examen propio, la confesión del pecado, la reconciliación de las divergencias, todo esto se ha hecho. Ahora han venido para encontrarse con Cristo. No han de permanecer en la sombra de la cruz, sino en su luz salvadora. Han de abrir el alma a los brillantes rayos del Sol de justicia. Con corazones purificados por la preciosísima sangre de Cristo, en plena conciencia de su presencia, aunque invisible, han de oír sus palabras: “La paz os dejo, mi paz os doy; yo no os la doy como el mundo la da”. Juan 14:27.

Al recibir el pan y el vino que simbolizan el cuerpo quebrantado de Cristo y su sangre derramada, nos unimos imaginariamente a la escena de comunión del aposento alto. Parecemos pasar por el huerto consagrado por la agonía de Aquel que llevó los pecados del mundo. Presenciamos la lucha por la cual se obtuvo nuestra reconciliación con Dios. El Cristo crucificado es levantado por nosotros.

Contemplando al Redentor crucificado, comprendemos más plenamente la magnitud y el significado del sacrificio hecho por la Majestad del cielo. El plan de salvación queda glorificado delante de nosotros, y el pensamiento del Calvario despierta emociones vivas y sagradas en nuestro corazón. Habrá alabanza a Dios y al Cordero en nuestro corazón y en nuestros labios; porque el orgullo y la adoración del yo no pueden florecer en el alma que mantiene frescas en su memoria las escenas del Calvario.

Mientras la fe contempla el gran sacrificio de nuestro Señor, el alma asimila la vida espiritual de Cristo. Y esa alma recibirá fuerza espiritual de cada comunión. El rito forma un eslabón viviente por el cual el creyente está ligado con Cristo, y así con el Padre. En un sentido especial, forma un vínculo entre Dios y los seres humanos que dependen de él.

El rito de la comunión señala la segunda venida de Cristo. Estaba destinado a mantener esta esperanza viva en la mente de los discípulos. En cualquier oportunidad en que se reuniesen para conmemorar su muerte, relataban como él “tomando la copa, y habiendo dado gracias, les dio, diciendo: Bebed de ella todos; porque esto es mi sangre del nuevo pacto, que por muchos es derramada para remisión de pecados. Y os digo que desde ahora no beberé más de este fruto de la vid, hasta aquel día en que lo beba nuevo con vosotros en el reino de mi Padre”. Mateo 26:27-29. En su tribulación hallaban consuelo en la esperanza del regreso de su Señor. Les era indeciblemente precioso el pensamiento: “Todas las veces que comiéreis este pan, y bebiéreis esta copa, la muerte del Señor anunciáis hasta que venga”. 1 Corintios 11:26.

Estas son las cosas que nunca hemos de olvidar. El amor de Jesús, con su poder constrictivo, ha de mantenerse fresco en nuestra memoria. Cristo instituyó este rito para que hablase a nuestros sentidos del amor de Dios expresado en nuestro favor. No puede haber unión en nuestras almas y Dios excepto por Cristo. La unión y el amor entre hermanos deben ser cimentados y hechos eternos por el amor de Jesús. Y nada menos que la muerte de Cristo podía hacer eficaz para nosotros este amor. Es únicamente por causa de su muerte por lo que nosotros podemos considerar con gozo su segunda venida. Su sacrificio es el centro de nuestra esperanza. En él debemos fijar nuestra fe.